jueves, 25 de noviembre de 2010

El país que no habíamos mirado

El itinerario de aquél viaje al norte del verano de 2007 incluía a las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy. Me acompañaron dos viejos amigos, Gambone y Luis. Dos personas demasiado organizadas para mi gusto, pero que le pondrían un freno a mi improvisación extrema. Nos trasladamos en micro durante todo el recorrido, comenzando por la capital Tucumana, San Miguel, donde no estuvimos más que una tarde. Allí visitamos la casa que tanto dibujamos en el colegio primario, comimos empanadas y no mucho más. No se trataba de un lugar que pudiera sorprendernos demasiado. Salvo por alguna pincelada colonial, se asemejaba bastante a cualquier ciudad del conurbano bonaerense. Enseguida emprendimos viaje para los valles calchaquíes: Tafí del Valle sería nuestro próximo destino.
Llegamos esa misma noche y nos encontramos con un lugar apacible y bastante comercial. Enseguida ubicamos un buen lugar para comer, ofrecían chivo, asado, buen vino y un dúo cantaba unas chacareras. Conseguimos una pieza con tres camas y un baño cuya puerta no cerraba. Fue motivo de incomodidad y carcajadas. Recién con la mañana conocimos el paisaje de Tafí, al salir a la calle nos descubrimos rodeados por cerros color verde musgo. Las nubes formaban una capota gris y parecíamos encerrados en una cajita. Caminamos todo el día.
Amaicha del Valle, también en Tucumán, se había ganado la fama de albergar a la gran concurrencia de jóvenes que deambulaban por el norte con ánimo de relajar y divertirse. La llamaban Jamaicha, y apenas llegamos al camping descubrimos por qué.
Las ruinas de los Kilmes fue el lugar más increíble que conocí de Tucumán. Al recorrerlas imaginaba a esos hombres desencajarse, transformarse en bestias que defienden sus pertenencias, sus casas levantadas piedra sobre piedra, su tierra y la de sus familias. Me puse en el lugar de alguno de ellos y, sabiendo que perdieron todo, supe que sería yo capaz de arrancarle la cabeza a cualquier intruso español.
Nuestro primer destino salteño fue Cafayate, un lugar fantástico. Las altas expectativas por conocer la Quebrada de las Conchas fueron superadas. Encontramos formaciones geológicas difíciles de imaginar. En una cueva gigantesca llamada El Anfiteatro, de paredes color tierra con miles de rayas horizontales, un hippie tocaba Mañana en el abasto y sonaba mejor que en el disco de Sumo.  
De Cafayate nos fuimos a Cachi. Un pueblito silencioso, de estilo colonial, donde lo único que rompe la quietud son los turistas. Sobre todo aquellos adolescentes que van con la misma euforia con la que viajan a San Bernardo, gritan, cantan borrachos y ríen jocosos en las calles porque no encuentran el boliche. Allí conocimos a un descendiente Aymara que nos condujo a conocer las ruinas de los habitantes originarios de esa zona. Sus rasgos eran claramente aborígenes, muy marcados. Si tuviera que dibujarlo, le haría la nariz de Patoruzú. Nos llevó en un Renault 12, cantando coplas en quichua y explicándonos cómo era crecer siendo aborigen, educándose como católico. “El día de la Pacha Mama todos faltábamos a clase, porque en el colegio no se festejaba. Era una fiesta pagana, estaba prohibida”, nos decía.
Al llegar a la ciudad de Salta nos aburguesamos un poco. Paramos en un hotel de tres estrellas porque no había campings ni habitaciones económicas; pasamos por el cajero automático y tomamos unas cervecitas al aire libre. Allí visitamos el Museo de Arqueología de Alta Montaña y vimos estupefactos a los niños de Llullaillaco, pequeños incas momificados que fueron abandonados a 6700 metros  de altura como parte de una ofrenda que le hacían a la Madre Tierra. La siguen pasando muy mal, me dije. Morir así, de hambre y de frío. Y ahora están ahí, encerrados en cofres blancos para que la gente toque un botón y se encienda una luz y los ilumine. Ahora son los niños momia mejor conservados del mundo. Qué consuelo.   
En Humahuaca, ya en Jujuy, disfrutamos de una cena especial. En el bar de su propia casa, Ricardo Vilca nos llevó con su guitarra por toda la quebrada de Humahuaca en una sola noche. Hablaba muy suave y no dejaba de tomar vino. Hacía bromas, contaba anéctotas y se molestaba por el ruido de una mesa de imbéciles que no dejaban de hablar y reírse.
Hacía poco tiempo que Vilca había grabado un disco para la película Río arriba, film que cuenta la historia del pueblo salteño de Iruya, de cómo la imposición de un ingenio azucarero obligó a los habitantes del pueblo -etnias Kolla y Aymara- a abandonar su propia cultura y organización económica para trabajar en la zafra de azúcar. Los pobladores eran explotados y cobraban en vales que sólo servían para comprar insumos en la despensa de los mismos dueños de la zafra.
Hacía allí emprendimos el extenso recorrido. Por un camino sinuoso, primero en ascenso, luego en descenso, una curva tras otra, cruzando rios y pasando por pueblos prácticamente abandonados como Iturbe, con su estación fantasma..
Iruya es un pueblo muy chico, atravesado por los ríos Coranzulí y Milmahuasi y rodeado de cerros imponentes. Su gente conserva las tradiciones y vestimentas de sus antepasados. Las callecitas son de piedra y muchas casas de adobe y de piedra.
Apenas llegamos un chico nos indicó a una familia que nos daría albergue por 10 pesos la noche. Hacia esa casa fuimos y dimos con gente muy amable. Uno de sus hijos prometió acompañarnos al día siguiente hacia el pueblo vecino de San Isidro.  
La travesía fue mucho más complicada de lo que creímos. Eran días de lluvia, pero no nos achicamos. Volvía gente que nos anticipaba: “¿Van a San Isidro? No vayan que está muy complicado”. Al cruzar el Río, en uno de sus tramos, nos sorprendió una crecida instantánea. En pocos segundos los caminos que bordeaban al caudal de agua fueron invadidos. Nos subimos a una gran piedra y allí nos quedamos un buen rato, sin saber qué hacer. El paisaje era mágico, de fantasía. Pero la situación, una película de terror. Con el agua por encima de las rodillas, decidimos seguir un poco más. La fuerza del río arrastraba piedras del tamaño de adoquines, con la velocidad de un caballo de carrera. Pasábamos saltando de una pierna a la otra y tomados de la mano para no ser arrastrados. Sentíamos los golpes, pero no se podía parar. Con el frío del agua, se hacía insoportable. Pero no había vuelta, ya estábamos en el baile.
El desafío a la naturaleza terminó sin víctimas fatales. En San Isidro, un pueblo colgado de los valles calchaquíes, la vida era aún más tranquila que en Iruya. Allí ni siquiera había turistas. En una casita muy humilde nos dieron un plato caliente. Luis y yo le enrostramos a Gambone el póster de Independiente que colgaba de una pared y volvimos despacito para Iruya. 

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