viernes, 26 de noviembre de 2010

La fiesta inolvidable

El hincha de Independiente vivió otra noche de copas imborrable. La mística permanece viva.

 Todavía no había bajado el sol en la tarde de Avellaneda y ya se vivía en las calles el clima festivo. Infinidad de hinchas de todas las edades paseaban sus colores por las inmediaciones del estadio. A los vecinos, no se los sentía ni respirar.
De a poco la gente se fue acercando al Nuevo Libertadores de América para engalanar las tribunas e ir dando color a un escenario copero por excelencia. Familias enteras vestidas de rojo, con la ilusión a cuestas y la algarabía de verse otra vez en la instancia decisiva de un torneo internacional.
Como era de esperarse, la falange copó el estadio como nunca desde su reinauguración. Los gritos de la hinchada bajaban hacia el césped y creaban una atmósfera infernal.
La ansiedad crecía, los nervios invadían a las 40 mil almas que se descargaban en una única y estridente voz: “¡Y dale Rojo Dale…!”
Cientos de bengalas, miles y miles de papelitos, el humo rojo y el temblor del cemento dieron un marco espléndido a la salida de los once del Turco. Ahora, a jugar.
Los minutos iniciales demostraron que Independiente no se impondría con facilidad al duro rival ecuatoriano. Y eso se tradujo en el murmullo expectante de las tribunas.
Pero a los 26 minutos, el cabezazo de Parra desató la algarabía. Facundo enloqueció y revoleó su camiseta, mostrando debajo la imagen de su perro Max, que desde hace unos días no puede caminar. La masa roja sentía resurgir a su viejo y amado Rey de copas.
La fiesta comenzaba de la mejor manera, más bengalas, mucho color y más grito. Pero aún era muy pronto para festejar, cualquier cosa podía pasar. Y pasó. En un avance claro de La Liga, el uruguayo Salgueiro sacó un remate inatajable hasta para el gran Hilario, y así, con un estadio que estallaba de bronca, el árbitro oriental decidió poner fin a la primera parte. La impotencia y el desconsuelo no pudieron apagar la ilusión, las bengalas permanecían encendidas y los cánticos aún resonaban.
El Rojo salió a jugar el complemento con mayor actitud, muy decidido a buscar el arco rival, porque otra no le quedaba. Así, a los cuarenta segundos nomás, un Fredes que recuperó su autoestima y comenzó a explotar su capacidad, presionó una mala salida del equipo de Bauza y a puro empuje se encontró cara a cara con el arquero rival. Gran definición y estallido en el cemento. Otra vez el “¡Dale Rojo Dale…!” y “¡El Rey de copas la p… que los parió…!
El regocijo invadía las almas diablas, volvieron las bengalas y otra vez la ilusión. Pero faltaban 45 minutos. Una eternidad.
Liga atacaba e Independiente respondía, pero algunos jugadores comenzaban a quedarse sin piernas. Con el correr del segundo tiempo, el Turco decidió resguardar la mitad de la cancha, mientras el Patón decidía tirar toda la carne al asador.
Los últimos minutos fueron para el infarto. Un tiro en el palo de Gámez casi enmudece al estadio. Y muy cerca del final, una gran atajada del mejor arquero argentino del momento, sí, argentino, permitió respirar aliviado a un público que a esa altura estaba devastado por los nervios.
Lo poco que quedaba de partido mostró a un Independiente jugando a defender, pero haciéndolo muy bien, y a un Liga de Quito que iba, pero que chocaba con una defensa resoluta.
El silbato del charrúa descontroló a la hinchada roja. Hubo un merecido aplauso para sus jugadores, y por primera vez, el reconocimiento a un técnico que cambió la realidad de Independiente. Todo era gritos y lágrimas. Los más chicos, porque veían ante sus ojos la mística de la que tanto les habían hablado. Los más grandes, porque después de tantas pálidas campañas, comprendían una verdad insoslayable: El Rey no ha muerto.

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